Descripción
Había una vez en la orilla tranquila de un río serpenteante, un cocodrilo singular al que todos llamaban Alberto. A diferencia de sus primos feroces y solitarios, Alberto disfrutaba de la compañía. Con su piel curtida como antiguas losas de piedra y una sonrisa que parecía tallada por los mismos dioses del río, Alberto era una figura conocida por todas las criaturas del lugar.
No era un cazador temido, sino un contador de historias, un guardián de leyendas. A sus pies, generaciones de pequeños cocodrilos crecían escuchando las historias de Alberto sobre los tiempos antiguos, cuando el río era joven y ellos eran los reyes indiscutibles de las aguas.
Una tarde, mientras el sol teñía de dorado las aguas, una pequeña tortuga se acercó tímidamente a Alberto. "Señor Alberto," dijo con una voz tan suave como las corrientes en calma, "¿podría contarme la historia de cómo el río consiguió su curva?" Alberto, con sus ojos brillantes de sabiduría y diversión, asintió.
"Ah, pequeña tortuga," comenzó Alberto, "esa es una historia de amistad y astucia. Hace mucho tiempo, el río corría recto como una flecha desde la montaña hasta el mar. Pero el río quería explorar, quería ser más que un simple camino acuático. Fue entonces cuando conoció al viento. El viento era un espíritu salvaje y libre que recorría el mundo sin parar. Ambos se hicieron buenos amigos y compartían el amor por las historias y los viajes."
Alberto hizo una pausa y miró a la tortuga, asegurándose de que seguía atenta. "Una noche," continuó, "el viento desafió al río a una carrera. El río, sabiendo que no podía ganar, pidió la ayuda de la luna. La luna, con su tacto suave y plateado, le dio al río la habilidad de mecerse y girar, creando curvas y meandros para confundir y retrasar al viento."
"El viento sopló con todas sus fuerzas, pero cada vez que llegaba a una curva, tenía que cambiar de dirección y perder velocidad. Así, el río ganó la carrera, y desde entonces, lleva con orgullo sus curvas, recordatorio de su astucia y la amistad con el viento."
La pequeña tortuga bostezó, su pequeño cuerpo lleno de maravillas y sueños de ríos serpenteantes y carreras con el viento. "Gracias, señor Alberto," susurró, antes de deslizarse suavemente en el agua para contar la historia a las estrellas que ya parpadeaban en el cielo crepuscular.
Y así, cada día al atardecer, las criaturas del río se reunían alrededor de Alberto, el cocodrilo contador de historias, para escuchar las leyendas del río, el viento, y la luna, y para recordar que, a veces, los más fuertes no son aquellos con los dientes más afilados, sino aquellos con las historias más cautivadoras.